Cuando no sé qué escribir, escribo. No escribo sobre nada en específico, solo escribo con el objetivo de poner la mente a trabajar y que poco a poco mi creatividad se vaya estimulando. A veces funciona, a veces no, pero me doy cuenta de que al final de mi ejercicio tengo algo que no tenía antes, y es un pequeño ensayo acerca de lo que les pasa a todas las personas que escriben.
Otra de las cosas que hago cuando no sé qué escribir es leer. Revisar los textos de las newsletters a las que estoy suscrita también me ayuda a generar ideas de escritura o, me genera una crisis existencial porque no se me ocurre nada a pesar de que estoy llenándome de recursos para que algo surja. Y la mayor parte del tiempo, ese suele ser el problema: nos saturamos de información y contenido, y provocamos una especie de sobrecarga a nuestro sistema.
Mi consejo para atravesar esos momentos es simplemente dejarlo ser. Pasar a un estado pasivo de observación y reconectar con lo que nos gusta o lo que en un principio nos inspiró a hacer esto que hacemos, ya sea escribir, crear contenido o diseñar, cualquier actividad que demande creación, mejor dicho. Si pudiera describir la observación pasiva desde la reconexión, podría decir que es la forma en que vivimos el día a día, permitiendo que las preguntas tontas tengan un espacio protagónico. Porque a veces creemos que solo a nosotros se nos ocurren esas preguntas, y no es así. Preguntarnos cosas sencillas o que consideramos tontas nos abre la puerta a pensar en soluciones a las mismas o, en su defecto, nos impulsa a seguir indagando hasta que se nos encienda el bombillo.
Otra estrategia que encuentro útil es cambiar de entorno. A veces, salir a caminar, una visita a un café nuevo o incluso lavar los platos puede desencadenar una nueva perspectiva y abrir la mente a nuevas ideas. La clave al final es permitirnos desconectar para conectar con nuestro entorno de manera diferente, dándole espacio a la mente para respirar y renovarse.


